En los silenciosos salones de conciertos del Londres del siglo XVIII, pocos habrían imaginado que las notas que flotaban en el aire serían el objeto de una de las batallas judiciales con mayores consecuencias de la historia. Sin embargo, el concepto de “obra musical” en cuanto bien jurídico se utilizó por primera vez ante los tribunales en ese período.
La relación entre la música y la legislación de derecho de autor revela cambios profundos en las formas de entender la creatividad, la autoría y la naturaleza de la expresión musical. Desde las partituras escritas con pluma de los siglos pasados hasta las composiciones actuales generadas por algoritmos, la cuestión de quién es el titular de una creación musical —y, por supuesto, qué constituye una creación— sigue estando presente en nuestros marcos jurídicos y reflexiones filosóficas.
El nacimiento de la obra musical
El hijo más joven del legendario Johann Sebastian Bach es quizás un protagonista inesperado en la historia de la legislación de derecho de autor en el ámbito de la música.
En 1763, Johann Christian Bach recibió un privilegio real que le concedía derechos exclusivos para editar sus composiciones durante 14 años. Bach, que inicialmente se autoeditó, publicó sus tríos “Op. 2” y las sinfonías “Op. 3” con su propio sello, antes de centrarse en otros proyectos, en particular, la serie de conciertos que dirigió con su amigo Carl Friedrich Abel en los jardines de Vauxhall de Londres.
Ahora bien, el éxito a menudo trae consigo la imitación. En 1773, Bach descubrió que los editores Longman y Lukey habían obtenido copias de sus obras musicales y las estaban vendiendo sin su permiso, lo que les permitió cosechar beneficios sustanciosos a costa de su obra creativa.
A diferencia de muchos compositores de su tiempo, que habrían aceptado esta práctica habitual, Bach contaba con los medios económicos y la determinación para oponerse a ella por vía judicial.
Por medio de su abogado, Charles Robinson, Bach presentó una demanda formal en la que alegaba que “había compuesto y escrito una determinada composición musical para clave denominada ‘sonata’” y que, “con el deseo de editar dicha obra o composición musical”, había solicitado y obtenido un “privilegio real”.
En el documento se describía que los editores habían “obtenido copias por medios indebidos” y que, “sin licencia ni consentimiento del demandante, imprimieron, editaron y vendieron varios ejemplares de su obra por un amplio beneficio”.
A continuación, se inició una odisea judicial de cuatro años que reconfiguró la legislación de derecho de autor. Inicialmente, Bach y su colaborador, Abel, presentaron dos demandas judiciales con la asistencia de un abogado, pero fueron infructuosas.
Con esas palabras, nació jurídicamente la “obra musical”
Bach tomó conciencia de que el privilegio real le ofrecía una protección insuficiente, puesto que sus efectos desaparecerían con el tiempo, por lo que cambió de estrategia y pidió que se aclarara si la Ley de la Reina Ana (también conocida como Estatuto de la Reina Ana) era aplicable a las composiciones musicales.
Finalmente, en 1777, la causa llegó al tribunal de apelación denominado King’s Bench (“Sala Real”) y fue juzgada por Lord Mansfield, juez conocido por su interpretación progresista de la legislación de derecho de autor. Su sentencia fue absolutamente revolucionaria:
“El texto de la ley parlamentaria tiene un sentido amplio: ‘libros y otros escritos’. No se refiere únicamente al lenguaje o las letras. La música es una ciencia que puede escribirse, y las ideas se transmiten mediante signos y marcas. [...] Consideramos que una composición musical es una ‘escritura’ en el sentido de la Ley aprobada en el octavo año de reinado de la reina Ana” (Bach c. Longman, 98 Eng. Rep. 1274 (K.B. 1777), Inglaterra).
Con esas palabras, nació jurídicamente la “obra musical”. Lord Mansfield confirmó que la música estaba protegida por la ley de derecho de autor y, de este modo, despejó todas las dudas previas a este respecto e hizo que Bach fuera recordado no solo por sus composiciones, sino también por transformar el tratamiento que la ley daba al arte de la música.
La importancia que se atribuye a la causa Bach v. Longman no es exagerada. Siguió siendo una referencia jurisprudencial durante más de 60 años y sentó el precedente de la interpretación amplia de la legislación de derecho de autor, que se aplicaría a toda obra considerada libro o forma de escritura.
Precedió a la Ley Británica de Derecho de Autor de 1842, otra victoria importante para los compositores, que ampliaba la duración de la titularidad del derecho de autor de 14 a 42 años y concedía a las composiciones musicales los derechos exclusivos de interpretación o ejecución pública y de edición.
El Convenio de Berna de 1886 fomentó ese tipo de protección a nivel internacional. Aunque en él no se indica qué constituye una obra, se definen como obras protegidas “todas las producciones en el campo literario, científico y artístico, cualquiera que sea el modo o forma de expresión”.
En la lista de obras protegidas que figura en el Convenio de Berna figuran las “obras dramático-musicales” y las “composiciones musicales con o sin letra”. Estos conceptos todavía son aplicables a las óperas, los musicales y todo tipo de obras musicales actuales.
Evolución de las definiciones
Las obras musicales siguen teniendo una naturaleza excepcional. “Más que ninguna otra actividad artística, la música posee cualidades etéreas que permean e impregnan numerosos aspectos de nuestra existencia de manera compleja,” escribe J. Michael Keyes en un ensayo de 2004, “Musical Musings: The Case for Rethinking Music Copyright Protection.”
La complejidad ha generado planteamientos divergentes en las distintas jurisdicciones. En el Reino Unido, la Ley Imperial de Derecho de Autor de 1911 aplicó la norma establecida en el Convenio de Berna, pero no definió el término “obra musical”. En la Ley de Derecho de Autor de 1956 se mantuvo el silencio a ese respecto.
Hubo que esperar hasta 1988, con la Ley de Derecho de Autor, Diseños y Patentes, para que el Derecho británico expresara que una obra musical consistía en “música, con exclusión de toda letra o acción destinada a ser cantada, recitada o interpretada junto con la música”.
En los Estados Unidos de América se adoptó un patrón similar de reconocimiento gradual. En la primera ley en la materia, la Ley de Derecho de Autor de 1790, no se mencionaban las composiciones musicales, sino que solo se hacía referencia a los “mapas, cartas y libros”. Durante ese período, la legislación estadounidense se centró principalmente en el conocimiento, en lugar de en la creatividad y el arte. Hasta 1831, no se concedió protección jurídica a la melodía y el texto, e incluso entonces la ley mantuvo silencio acerca del proceso creativo que subyace a las obras musicales.
Posteriormente, como señala David Suisman en su libro de 2009 titulado Selling Sounds: The Commercial Revolution in American Music, la Ley de Derecho de Autor de 1909 “determinó el desarrollo de la legislación de derecho de autor en el ámbito de la música en los Estados Unidos de América durante la mayor parte del siglo XX. Aunque en la ley se consideraba que los rollos de pianola y las grabaciones fonográficas eran “ejemplares” de música protegida por derecho de autor en el sentido del texto legal, los sonidos propiamente dichos no eran objeto de derecho de autor. [...] La música de los rollos de pianola y las grabaciones fonográficas se circunscribían en la ley en cuanto ‘texto’, no como sonido”.
Cuando las notas se convirtieron en números
Las ambigüedades en torno a las obras musicales se han intensificado drásticamente debido a los cambios tecnológicos. Una de las transformaciones más relevantes afectó a la relación entre la notación escrita y el sonido en sí mismo. Habida cuenta de que tradicionalmente la única manera de conservar la música era la notación escrita, la titularidad del derecho de autor respecto de obras musicales se desarrolló como una forma de propiedad intelectual vinculada a los textos musicales, a saber, las apuntaciones.
Sin embargo, la modificación de 1971 a la Ley de Derecho de Autor de los Estados Unidos de América amplió la protección al propio sonido grabado, Esta distinción también se hizo en la Convención de Roma y en otras jurisdicciones de Derecho civil que tratan a los productores de grabaciones sonoras como titulares de derechos conexos. Las grabaciones obtenían protección por derecho de autor en cuanto obras independientes, además de la protección concedida a la obra musical que materializaban. Este es el primer ámbito artístico protegido por la legislación de derecho de autor en el que existe una distinción entre la obra y el formato en el que está registrada.
Ahora bien, en la época moderna se añade otra capa de complejidad: cuando se reconocieron otros derechos para proteger las grabaciones en el siglo XX, los derechos fonográficos se invertían en la compañía discográfica o el agente que hubiera encargado la grabación. Se reguló la protección de un nuevo producto, la grabación maestra, aunque aún no se reconocía al creador.
Cuando un algoritmo genera una nueva composición, ¿quién es propietario del derecho de autor sobre esa obra?
Actualmente, una vez que las tecnologías de grabación y distribución digital han democratizado la producción de música, se plantea el debate de si las obras generadas por la IA tienen derecho a la protección por derecho de autor o si pueden ser la materia objeto de derechos conexos.
Las tecnologías digitales han reunido lo que antes eran herramientas separadas —instrumentos, máquinas de grabación y computadoras—, lo que altera de forma fundamental tanto el proceso creativo como la manera en la que se conceptualiza la titularidad sobre él.
La era digital ha dado lugar a formas de creatividad completamente nuevas y expresadas mediante conceptos que presentan diferencias radicales con los de los períodos anteriores.
La música generada por la IA y el derecho de autor
Con la mirada puesta en el futuro, el surgimiento de la inteligencia artificial en la composición de música tal vez represente el desafío más profundo que se haya planteado jamás respecto de la concepción de la autoría musical y el derecho de autor.
Cuando un algoritmo entrenado con miles de obras de creación humana genera una nueva composición indistinguible de una obra creada por un compositor humano, ¿quién es el titular del derecho de autor sobre esta obra, de serlo alguien?
La cuestión refleja las cuestiones fundamentales que se planteaban en la causa Bach v. Longman, pero con unas dimensiones nuevas que los tribunales dieciochescos nunca habrían podido imaginar.
Del mismo modo que Lord Mansfield tuvo que determinar si una notación musical podía considerarse “escritura” con arreglo a la Ley de la Reina Ana, los tribunales actuales deben lidiar con la cuestión de si la música generada por la IA constituye o no una obra de autoría.
Lo que complica aún más este desafío es que los sistemas de IA desestabilizan las nociones tradicionales de creatividad. Si bien las personas diseñan los algoritmos y proporcionan los datos de entrenamiento, la IA genera de por sí nueva música de una manera cada vez más autónoma.
Ello plantea cuestiones profundas acerca de si los marcos tradicionales de derecho de autor pueden adaptarse a estos avances tecnológicos o si es necesario adoptar unos planteamientos completamente nuevos.
La sinfonía inacabada
La trayectoria desde la causa histórica de Bach hasta los desafíos actuales relativos a lo digital y a la IA revela un patrón uniforme, a saber, que la legislación de derecho de autor siempre debe seguir el ritmo del cambio tecnológico y la evolución de las concepciones de la creatividad.
La historia del derecho de autor en el ámbito de la música ha consistido, en muchos sentidos, en intentos repetidos de definir lo indefinible, de traducir al lenguaje jurídico la esencia evasiva de la creatividad musical.
Cada marco jurídico refleja las realidades tecnológicas y los supuestos filosóficos de su tiempo, desde el fallo de Lord Mansfield —según el cual la música “puede escribirse y las ideas se transmiten mediante signos y marcas”— y el Convenio de Berna —que hacía referencia a las obras musicales, aunque definidas de manera abierta— hasta las leyes modernas que separan la composición de la grabación sonora.
El desafío para la legislación de derecho de autor es que este siga cumpliendo su propósito fundamental.
En el momento actual, umbral de la revolución de la IA en la creación de música, quizás la lección más valiosa que puede extraerse de esta historia no es una doctrina jurídica, sino más bien el reconocimiento de que las concepciones de la obra musical y de la titularidad no son estáticas, sino que están en evolución.
Imagínese lo que habría pasado si los negociadores del Convenio de Berna hubieran decidido definir el término en 1886. El concepto jurídico de “obra musical” surgió de la determinación de Johann Christian Bach para defender sus derechos creativos y sigue transformándose con cada nuevo avance tecnológico e innovación artística.
El desafío para la legislación de derecho de autor en el siglo XXI es que este derecho siga cumpliendo su propósito fundamental, a saber, reconocer y recompensar la creatividad humana en todas sus formas. Para ello, no solo será necesario el ingenio jurídico, sino también la voluntad de reconsiderar los supuestos más básicos acerca de lo que es la música y cómo se crea.
Por lo tanto, el legado de Bach no es solo el precedente que sentó, sino la conversación que inició y que aún está en curso, una sinfonía inacabada de pensamiento jurídico que sigue evolucionando con cada nueva revolución tecnológica y movimiento artístico.
Al hacer frente a los desafíos de la IA y las tecnologías que puedan surgir, se deberá recordar que las cuestiones que se plantean actualmente acerca de la titularidad y la creatividad son un reflejo de las que planteó por primera vez hace casi 250 años un compositor que tuvo la determinación de reclamar lo que consideraba suyo de manera legítima ante un tribunal londinense.
Acerca de la autora
Eyal Brook dirige el departamento dedicado a la inteligencia artificial en S. Horowitz & Co. y ha escrito de manera prolífica acerca de la autoría de obras musicales en la era de la IA. Eyal es investigador en el Centro Shamgar de Derecho Digital e Innovación de la Universidad de Tel Aviv y profesor adjunto de Derecho, música e inteligencia artificial en la Universidad Reichman y en el Ono Academic College.
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